Santiago y Juan, hijos del Zebedeo, pescaban juntamente con Simón y Andrés, hijos de Jonás. Caminaba Jesús junto a las aguas del Jordán, cuando vio en una barca al Zebedeo con sus hijos y sus criados. Llamados por el Maestro, los dos jóvenes se separaron de su padre, dejaron las redes y se agregaron al grupo que seguía al profeta de Nazareth.
Desde entonces, Juan camina al lado de Jesús. Es uno de sus partidarios más ardientes, goza de las confidencias y de la familiaridad del Maestro, y elegido entre los elegidos, constituye, juntamente con Pedro y su hermano Santiago, una especie de triunvirato dentro del colegio apostólico. Sólo ellos acompañan a Jesús en la resurrección de la hija de Jairo; sólo ellos permanecen a su lado en la noche terrible de Gethsemaní, y a sólo ellos se les permite presenciar el prodigio de la transfiguración. Pero si Pedro obra ya desde entonces como cabeza de sus hermanos, Juan recoge las más dulces ternuras de la amistad del Hombre-Dios. Es el discípulo preferido, “aquel a quien amaba Jesús”, como él dice humildemente. Se ha dicho que San Pedro era un amigo de Cristo y San Juan un amigo de Jesús, y esta distinción, subraya delicadamente el carácter de las relaciones que cada uno de ellos tiene con Nuestro Señor. Explicando aquella predilección del corazón divino, decía San Jerónimo: “Juan, que era virgen al creer en Cristo, permaneció siempre virgen. Por eso fue el discípulo amado y reclinó su cabeza sobre el corazón de Jesús.”
Pero el símbolo de Juan no es la paloma, sino el águila. Amó, sin duda, sintió las más exquisitas delicadezas del corazón; pero a la ternura se juntaba en él una extrema fogosidad. Era un alma de fuego, lo mismo que su hermano Santiago. A los dos vástagos del Zebedeo, Cristo les dio el bello nombre de Boanerges, que quiere decir hijos del trueno, para indicar su corazón rápido y ardiente como el rayo. También su impetuosidad y, a veces, sus violencias. Pasando el Rabbí por Samaria, pidió alojamiento en un poblado; “pero ellos no quisieron recibirle, porque se dirigía a Jerusalén. Viendo lo cual, dijeron Santiago y Juan, sus discípulos: Señor, ¿quieres que digamos que caiga fuego del Cielo y los abrase? Pero Él, volviéndose a ellos, les reprendió”. La misma intolerancia, otro día en que vieron a un hombre que, sin formar parte de los discípulos de Jesús, arrojaba los demonios en su nombre.
Estas escenas históricas, completadas por el hálito que se derrama en sus escritos, dejan en nosotros la impresión de una naturaleza muy dulce y muy fuerte a la vez. Nos encontramos frente a un alma privilegiada, con tendencias a la contemplación recogida, silenciosa. Era uno de esos temperamentos que viven más hacia dentro que hacia fuera. Pedro obra y habla, aparece en el primer plano; Juan se queda atrás observando, contemplando, embriagándose de amor y de luz, contento de que le dejen en esta penumbra conforme con sus aspiraciones místicas.
La amistad de Jesús con el más joven de sus discípulos se hace más íntima y más conmovedora en los últimos días de su vida. De la última Cena sabemos aquel rasgo admirable que ha despertado la inspiración de los pintores más famosos: “Ahora bien: uno de los discípulos, aquel a quien Jesús amaba, estaba recostado sobre su pecho.” Este es el momento en que Pedro le hizo seña para que preguntase al Maestro quién había de ser el traidor. Sigue luego la cobardía momentánea. Juan huye, como todos sus compañeros, cuando prenden a Jesús; pero se repone pronto, y con heroico valor entra en el palacio del Pontífice, donde acababan de introducir a la víctima. El Pontífice le conocía de los días en que le llevaba los sabrosos peces del lago de Genesareth, y en el palacio había otras personas que guardaban de él grato recuerdo. Ansioso y desconcertado, seguía el pobre discípulo todos los detalles del terrible drama que medio siglo más tarde describirá con acento lloroso y tembloroso. Sigue a su Maestro de un tribunal a otro, le acompaña en la calle de la Amargura y cuando muere, se coloca junto a María al pie de la cruz. Va a recibir el testamento de Jesús. “Mujer, he aquí a tu hijo dijo dirigiéndose a María. Y hablando con Juan, añadió: “He aquí a tu madre”.
Después de la Resurrección, Juan sigue siendo una de las columnas de la Iglesia, como le llama San Pablo. Mientras vive María, permanece a su lado en Jerusalén. Juan guardaba aquella herencia con amor. Aparece junto a Pedro, como su sombra en el milagro de la Puerta Speciosa; se presenta con los demás delante del Sanedrín, predica en Samaría y asiste al Concilio de Jerusalén. Al lado de María, la impetuosidad del “hijo del trueno” se transformó en suavidad, en gracia, en moderación. Vive en un reino de amor, de contemplación recogida y fecunda, y cuando la Virgen se duerme por última vez bajo la solicitud cariñosa de su mirada, para despertarse en el Cielo, la predicación de Juan continúa en una oscuridad que no esperábamos de su naturaleza todavía joven y siempre viva y enamorada de Jesús. Ya declinaba e primer siglo cristiano, cuando vuelve a aparecer con una majestad incomparable, dominando el fin de la era apostólica con el poder de su palabra y el prestigio de su autoridad.
El centro de este Imperio era Éfeso, la capital del Asia preconsular, en donde el Apóstol se había refugiado después de la ruina de Jerusalén. El emperador Domiciano oye hablar de la historia prodigiosa de aquel viejo venerable. Se le lleva a Roma, se le condena como enemigo de los dioses del Imperio, sale ileso de la caldera de aceite hirviendo, y marcha desterrado a las rocas desnudas y abrasadas de la isla de Patmos, donde se le presentan aquellas visiones que él debió recoger entre alaridos trémulos y que nosotros leemos con terror: lluvias de fuego y de sangre, copas de oro de las que se escapa el vino de la indignación, caballos con crines de serpientes y corazas de fuego, que en sus resoplidos lanzan llamas de azufre; dragones rojos, de siete cabezas y diez cuernos, cuya cola arrastraba en pos de sí las estrellas del ciclo.
Si el Apocalipsis, el libro de los últimos días nos refleja uno de los rasgos del carácter de San Juan, otro, al parecer opuesto, le vemos en su Evangelio y en las tres Epístolas. Son obras escritas en su retiro de Éfeso, adonde había vuelto después de la muerte de Domiciano, y donde toda el Asia seguía buscándole como fuente de luz, de verdad y de vida cristiana.
El mismo San Juan declara expresamente el objeto que se propuso al escribir el cuarto Evangelio: “Estas cosas -dice- han sido escritas para que creáis que Jesús es Cristo, el Hijo de Dios.” Este dogma fundamental de nuestra fe había encontrado ya numerosos adversarios, al frente de los cuales estaba Cerinto, judío alejandrino, que parecía haber abrazado la fe para interpretarla según sus caprichos. Contra estos falsos profetas, como él los llama, había escrito ya San Juan sus epístolas. No quiere discutir con ellos, y en esto su método difiere del de San Pablo; prefiere abrumarlos con el peso de su autoridad, y frente a sus teorías presentar una exposición breve y categórica de la fe, arrojando nueva luz sobre la figura de Cristo, a fin de que sus lectores participen de la verdadera vida.
El cuarto Evangelio, el más maravilloso de todos los libros religiosos, es, ante todo, una revelación de Cristo. Juan no ha querido escribir una historia. Se sirve de la historia para iluminar la figura de Cristo. Cristo, Hijo de Dios, es el centro de su relato. En los recuerdos de su ancianidad, el evangelista recoge únicamente aquellos que le sirven para el plan que se ha trazado. No quiere precisamente completar a los otros evangelistas; quiere que los que le lean saquen la convicción de que su protagonista es Hijo de Dios. Es el evangelio de la idea, y al mismo tiempo el evangelio del corazón. “Casi todo en él -dice San Agustín- habla de la caridad.” Se ve al discípulo amado, al amigo íntimo de Jesús y de María, al descubridor de la insondable teología del Verbo.
Murió en Éfeso, de avanzada edad.